En la madrugada del cuarto día, Haos despertó. Se sentía adolorido y muy cansado. Intentó reincorporarse, pero solo logró sentarse en el pasto. Descubrió unas frazadas encima suyo y a lo lejos la silueta de una mujer. De cabellos castaños ondulados, su piel, tan blanca como la de él, casi angelical con el brillo de la luna...
Angelical...
Un recuerdo vino a su mente:
- No puedo creer que un hijo mio haya nacido así - Dijo la mujer indignada
- Pero cálmate, quizás es solo un error...
- ¿Un error? ¡¡Los ángeles no cometemos errores!! ¡¡los humanos si!!
Haos miraba a sus padres lleno de vergüenza. Todos los ángeles del cielo habían llegado para observar el cambio de alas, que transformaba a los aprendices en verdaderos guerreros de Dios. El color que tomaban las alas los asignaban a los que serían sus "trabajos" divinos. Las suyas... negras, negras como el carbón.
- Tú - Dijo la mujer mirando a su hijo con odio - No eres digno de estar aquí, pero tampoco te entregaremos al demonio para que lo ayudes en sus fechorías. Bajarás a la tierra y te quedarás allí de por vida, pues no mereces estar entre los nuestros.
Miró a los presentes, quienes en silencio y lentamente se retiraron del lugar. Todos sabían lo que pasaría ahora. Era una ley, una ley de miles de años, cruel y despiadada a los ojos de algunos, justa para otros. Una vez solos, la mujer se abalanzó sobre el muchacho y una a una comenzó a arrancarle las plumas, sin misericordia.
Haos salió de su ensoñación al ver un bello rostro de brillantes ojos turquesas mirándolo:
- Has despertado... - Dijo Mirna con una sonrisa radiante - Me tenías preocupada - Y era verdad, puesto que bajo sus ojos se formaron unas "bolsas" debido a la angustia y el trasnoche.
No sabía porqué, pero el muchacho se sintió seguro frente a la desconocida.
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